Era un día
triste, había perdido las ganas de continuar, de sonreír. Ella se sentía
consumida, acabada, y ahora tenía síntomas en su cuerpo que le daban una razón más
para seguir en cama: toz, dolor de cabeza, mareos y otros. Se había acostado en
el dormitorio de sus padres mientras ellos estaban fuera, habían dicho que irían
al supermercado y la dejaron con su hermana mayor, ya que le daba miedo
quedarse sola, aunque ese no era en realidad su temor.
El sonido de
la puerta se escucho a lo lejos y la hizo apagar el televisor, ella tenía ocho
años cumplidos hace tan solo un mes y medio.
Su madre apareció
en el dormitorio y coloco algo sobre sus piernas estiradas en la cama. Al
principio ella no distinguió lo que era hasta que vio a aquella bola peluda y
negra moverse y ponerse de pie torpemente. Un cachorrito, o mejor dicho una cachorrita camino sobre sus
piernas cayendo de un costado al otro, de una forma muy graciosa. Ella sonrió otra vez.
La tomo en
sus manos y le recriminó: Nunca vas a poder reemplazarlo. La cachorrita le dio
un lengüetazo en el rostro y otra sonrisa le robo.
Ese once de agosto llegó a la vida de la familia un ser lleno de luz y que cambiaría todo, que les daría alegría infinita.
Luna, Kiara,
Estrella, muchos nombres aparecieron en la difícil tarea de bautizar al nuevo
integrante de la familia: Lola fue el elegido. Una novela de ese entonces había
dado el puntapié inicial para esa elección y fue perfecta.
A partir de
ese día empezó todo. Pasaron cada segundo posible juntas, jugaron, rieron y la
cachorrita estuvo para ella en sus momentos más tristes y también en los más
felices.
Cada vez que
la madre de la niña iba a buscarla al colegio ahí estaba Lola, ladrando,
moviendo la cola y saltando como si pudiera volar, como si pudiera tocar el
cielo cada vez que la veía a ella.
El llegar a
casa era una fiesta, la cachorrita recibía a todos cada día como si fuera un
momento único e irrepetible. Los hacia reír y sentirse bienvenidos. Ella les
daba amor y seguridad, aún cuando era casi imposible de dar.
Juegos
tontos pero divertidos, aventuras increíbles y especiales rodearon su infancia.
La niña de ocho años ya era una adolescente, la cachorrita ya había crecido,
pero sus sentimientos, su afecto el uno por la otra eran aún mayores.
Ellas salían
a pasear, iban al parque, dormían juntas, jugaban, eran felices.
A pesar de
todo, la adolescente a veces no estaba siempre para ella, estudiaba, salía con
sus amigos, hacia otras cosas, pero siempre la perrita estaba ahí, esperándola cada
vez que ella entraba por la puerta. Volvía a festejar que su hermana había vuelto.
El paso del
tiempo las marco. La adolescente tenía otros problemas, otras tristezas, otras
dudas, estaba cambiando. La perrita empezaba a mostrar menos ganas de jugar y
más ganas de dormir.
Las lágrimas
de la joven eran siempre secadas por los besos de la perra y las ganas de jugar
de la perrita volvían cada vez que la joven planteaba un juego nuevo junto con
su hermana mayor.
Las tres
jugaban a esconderse, a perseguirse una a la otra, a la pelota y a muchísimas cosas
más.
Pasaron
cumpleaños, alegrías, llantos, situaciones, paso la vida y con ello llego una complicación
que sería la más triste de sus vidas. Con once años, la perrita tuvo un ataque,
era verano, hacía calor y el día era insoportable. Ella no paraba de caminar de
un lado para otro, se subía a los muebles y tiraba la cabeza para atrás, no
eran signos alentadores pero la joven no podía aceptar ninguna noticia negativa
sobre su mejor amiga, sobre su hermanita.
Una visita
al veterinario hizo que todo saliera bien, al menos por el momento. La perrita volvió
a casa, volvió a correr pero no tan seguido, a jugar, a subirse a la cama
aunque con más dificultad y como siempre siguió dando amor.
La perrita
tuvo varios exámenes médicos pero no podía decirse bien si era lo que todos
sospechaban, lo que todos temían.
Los meses
pasaron, un segundo ataque surgió. Esta vez de noche. La joven y su padre
salieron corriendo en busca de algún lugar de emergencias. La perrita paso una
noche difícil, no volvió en sí a pesar de que pasaron las horas y dejo de
caminar, las malas noticias era inevitables.
Nuevos exámenes
se le hicieron a Lola, todos estaban nerviosos, asustados, le pidieron a uno de
los doctores que por favor no tardaran más tiempo en revisarla, que estaban
hace una hora o más esperando para que la atiendan: “Hay casos más extremos” –
dijo una. - ¿Más extremos? – le replico.
No hay nada
más extremo que ver a alguien mal, no importa cuál sea la definición exacta de
esa palabra. Mal es mal para alguien que está viendo a un ser amado pasando
algo terrible.
La
atendieron, la sondearon, le sacaron sangre. Todo lucia normal pero el
conflicto era otro, era algo neurológico, algo que solo puede verse con una
resonancia.
La perrita pasó
una noche en su casa, con su familia. Ellos no sabían qué hacer, la decisión era
más difícil que cualquier otra que hubieran tenido que tomar.
Muchos
veterinarios dijeron que no ella no podía seguir, que tenían que despedirse de
ella pero la joven no iba a aceptar eso.
¿Cómo podía dejarla
ir sin luchar por ella? ¿Cómo iba a darse por vencida con alguien que amaba?
Internaron a
la perrita, ella estuvo siete días allí. El lugar era muy bueno, atendían de
una manera excelente a cada animalito pero obviamente el ambiente era
depresivo. Perros y gatos eran visitados por sus parientes humanos, algunos no volvían
a sus casas mientras que otros salían curados. Lola no había mejorado mucho, no
caminaba y estaba sondeada pero comía y aunque muchos le decían a la joven que
ella no los reconocía, no creía en sus palabras. Ella sabía que Lola los veía,
en varias ocasiones su perrita la había besado como lo hacía antes, levantaba
las orejas al escuchar su voz y la miraba cuando se alejaba. La reconocía, para
ella eso era la única verdad.
El séptimo u
octavo día de internación le dieron el “alta” a Lola. Los médicos le
advirtieron que no volvería a caminar y le sacaron un turno para hacer la
resonancia, la única prueba que iba a dictar lo que ella tenía.
En el auto
camino al lugar para hacerle el estudio la perrita estaba abrazada con la
joven, y sin más empezó a caminar, tambaleándose como el primer día que había llegado
y que había caminado sobre sus piernas en la cama.
Todos
sonrieron, la suerte se había volteado aunque sea un poco.
El estudio
dictamino la realidad, había un tumor en su pequeña cabecita, no era operable,
no iba a desaparecer e incluso podía crecer. Fue la noticia más triste de sus
vidas, o al menos de la mía.
Porque no
puedo decir lo que sintieron los demás, solo puedo decir lo que sintió y siente
esa joven, puedo decir lo que siento yo, ella.
Lola iba a
estar medicada, se iba a intentar darle una vida más larga para que pudiera
continuar a nuestro lado, para que pudiera seguir aquí.
Hubo altos y
bajos. Su neurólogo venia a verla seguido y cada vez que él venía ella parecía fresca,
sana, se subía al sillón, caminaba, y no parecía pasarle nada.
Ella como
siempre siguió dando amor incondicional, haciéndome reír, calmando mis pesares
y estando a mi lado.
Dejaba de
caminar unos días y volvía a resurgir de las cenizas como el ave fénix.
Paso su cumpleaños numero doce, por dentro todos estaban felices ya que no habían creído que ese día llegaría pero aquí estaba. Un año más, doce años que cumplía Lolita.
Habían
conflictos en la familia, la moral, la ética, la vida y la muerte eran temas
comunes. Nadie quería ver sufrir a lo más lindo de su vida, nadie quería dejarla
ir tampoco pero era un tema muy delicado, cada uno tiene distintos pensamientos
y ninguno tenía razón o no.
Por mi parte
yo no quería dejarla ir, no quería que ella no pudiera pelear, quería que ella
decidiera o no como seguir. Lloraba y sufría al sentirme en conflicto conmigo
misma.
No había nada
más importante en mi vida que ella, era mi todo.
El ultimo
mes dejo de caminar por tres días, no podía ir a hacer sus necesidades y
bañarla seguido se hizo habitual. Volvio a resurgir, a caminar, la decisión era
aun más difícil de tomar. No iba a tomarla, no iba a hacerlo.
Recuerdo que
comenzó a caminar cuando estábamos solas, ella y yo en casa. Le serví comida en
su plato y ella se paro y camino conmigo para comer, luego nos pusimos a
caminar por toda la casa, yo estaba feliz por eso e incluso la grabe, estaba
emocionada de verla así y ella también. Cuando se canso la volví a acostar,
contenta por su logro.
Un domingo
me fui de casa, salí a pasear, salude a Lola y me fui. Cuando volví ella no
caminaba, y no volvió a hacerlo.
Visitamos a
su veterinaria, ella opinaba igual que yo, que no podía tomar esa decisión, que
era difícil y que había que respetar las decisiones de todos.
Con el
correr de los días nos dedicamos completamente a mi perrita, a mi bebita. Tuvo
problemas en la piel, hubieron cuidados especiales para ella, le di de comer en
la boca y ella estaba con un apetito impresionante. Había que ayudarla con sus
necesidades y con otras cosas.
Estaba
cansada pero no me importaba, ella lo valía todo.
El día que
dejo de querer comer de mi mano sentí una puntada en el pecho, yo sabía lo que
pasaba y sabia lo que iba a pasar pero eso no lo hacía menos doloroso.
Al otro día empezó
a respirar mal, hable con mi psicóloga al respecto. Hasta ese momento Lola no había
sufrido pero ahora no sentía que estuviera bien dejarla así, respirando mal,
eso sin dudas debía ser molesto y terrible, asi que tome la decisión.
Volví a casa
y no me separé de su lado, en medio hubo otra discusión, otra decisión difícil,
pero no es importante ahora.
La noche del
jueves 31 de julio me acosté a su lado después de comer, la mire a los ojos, la
abrace, la mime, le di agua aunque ella no estaba muy a gusto con eso, no quería ingerir nada, le jugué un
poco y levanto la cabecita en ese momento, se acerco a mi cara y me beso (yo
sentí que me dijo - no tengo ganas de jugar) pero podría haber sido cualquier
cosa.
Hablé con
ella, le dije todo lo que sentía, recordé momentos juntas, confesé que ya
estaba destrozada por dentro y que me sentía devastada. Le pedí por favor que
no me obligara a tomar la decisión, que no podía hacerlo, que no me sentía feliz
con eso. Le dije que la amaba y que nunca ni por casualidad iba a olvidarla.
Ella me dio
un besito, como aquel que me dio el primer día, mirándome a los ojos.
Nos
recostamos juntas en su cucha con su cabeza en mi hombro.
A las dos de
la mañana sentí frió, le di un beso y sin darme cuenta, completamente dormida, me acosté en mi
cama, con su cucha al lado. Luego se fue.
Siento que
con su partida una parte de mi se fue con ella. Que nunca nada va a ser lo
mismo y ver sus lugares, sus recuerdos me entristecen y al mismo tiempo me dan alegría,
está teñido de muchos colores el sentimiento, es imposible no sonreír con
tantos recuerdos lindos, y eso al mismo tiempo me entristece porque sé que no está
más aquí conmigo.
Ha pasado
una semana desde que te fuiste y aun no comprendo cómo el mundo puede seguir
sin vos, como la vida continua.
Un perro, es
un amigo fiel, es un compañero leal, que siente y lo único que le importa es
dar amor.
Nunca voy a
olvidarla, nunca nadie va a reemplazarla, nunca voy a dejar de amarla.
El amor de
un perro hacia un hombre es infinito, y el que tuvo un perro alguna vez en su
vida sabe que eso es reciproco, que el amor es infinito y que ellos dejan
huellas en nuestros corazones que NUNCA podremos olvidar, ni querremos hacerlo.
Para mi infinito, mi vida entera, mi mejor amiga, para Lola.
Siempre vas a estar en mi corazón.